miércoles, 2 de octubre de 2013

Dieta a Base de....

El gato dio para comer diez dias.
Quiere la casualidad que la víspera de mi cita con los viejos horrores del asedio de Leningrado me tope en la calle con las explosiones de las bombas, y con el mismísimo Stalin. Es en una gran pantalla instalada al aire libre al final de la Mihajlovskja, una avenida que sale de Nevski Prospekt y en la que se proyecta un filme moderno sobre el terrible episodio de la II Guerra Mundial. Me siento en una silla plegable junto a un indigente con pantalones de camuflaje que aferra una botella de vodka y los dos pegamos un bote cuando las imágenes muestran cómo se derrumba una manzana de casas entera entre un atronador estruendo. Con todo, los bombardeos no fueron lo peor de aquellos 900 días que costaron a la actual San Petersburgo cerca de un millón de muertos, un número de vidas mayor que el que perdieron los británicos y los estadounidenses en toda la guerra. Lo peor fue el hambre, que en los momentos más duros del cerco por los nazis se cobraba hasta 10.000 muertes diarias. Al día siguiente de la proyección acudo al encuentro con el historiador Sergei Iarov, responsable del descubrimiento y edición del diario de Lena Mujina, un conmovedor testimonio del asedio que publica ahora en España Ediciones B.
Elena Vladímirovna Mujina, Lena, a la que se conoce como la Ana Frank de Leningrado, por las semejanzas con la historia de la joven judía holandesa, era una chica de 16 años que residía en la ciudad y nos dejó, en unas páginas que combinan la intimidad adolescente con el documento histórico, una descripción muy directa y turbadora de las vivencias de la población.
El diario, escrito a mano e ilustrado con algunos dibujos, arranca el 22 de mayo de 1941, con las anotaciones usuales de una jovencita cualquiera sobre estudios, amistades y primeros amores, como Vovka (“Ojalá me mirara una sola vez”). “Me vienen pensamientos tristes a la cabeza, tengo muchas ganas de romper a llorar”, escribe Lena, que anhela cambios en su vida. Estos van a llegar, pero no los esperados. El 22 de junio anota que las tropas alemanas han cruzado la frontera. Mujina da cuenta de las primeras disposiciones, la construcción de refugios, la instalación de antiaéreos. “La ciudad ha empezado a transformarse”.
He quedado con Iarov en el Museo de la defensa y el asedio de Leningrado, centro que recoge innumerables objetos relacionados con el episodio, desde un fusil de francotirador ruso y cascos alemanes agujerados, a la reconstrucción de un puesto de mando soviético y un refugio civil, pasando por una vitrina que muestra las patéticas raciones de pan de los peores días del cerco, cuando la gente se comía los cinturones y los guantes, y cosas peores: no pocos se volvieron caníbales. Iarov, que peina como Illya Kuryakin, señala que el museo está consagrado a mostrar más la dureza patriótica de Leningrado que no su dolor y su miseria. “La realidad fue diferente de lo que se expone aquí, por eso es tan interesante un testimonio directo como el de Lena Mujina. La gente, pese a la épica de la propaganda soviética, simplemente trató de sobrevivir, haciendo lo que fuera”.

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