lunes, 3 de febrero de 2014

Fiat golpea el orgullo de Italia:


En Roma, para ver una Vespa, hay que conformarse con la que cabalga Gregory Peck con Audrey Hepburn a la grupa en los afiches coloreados —¿se habrá visto una herejía más grande?— que venden los paquistaníes por los alrededores de la Fontana di Trevi o del Coliseo, testigos también de un país que se desmorona. La Italia que estos días mira con preocupación la fuga de la Fiat —no existe una metáfora más dolorosa de la caída del imperio industrial italiano— decidió hace tiempo que los motorinos japoneses, de ruedas más grandes y precios más bajos, resultan más fiables a la hora de enfrentarse cada día a la locura del tráfico. Por eso, sumergido hasta el cuello en la riada de la globalización, Donato Costa, de 59 años, prejubilado, padre de un joven licenciado en paro y tío de una ingeniera que tuvo que emigrar a Alemania, asegura que la marcha de la Fiat no es un problema de sentimientos ni de patriotismos heridos. “A mí”, dice mientras espera un tren retrasado por el temporal en la estación de Termini, “no me importa demasiado que la nueva sede esté en Holanda, pague los impuestos en Inglaterra o cotice en Nueva York. Lo que de verdad me preocupa es que, para mantener las plantas que aún les quedan aquí, nos obliguen a cobrar como polacos”.
Es curioso que, preguntando aquí y allá, leyendo este periódico y el otro, prácticamente nadie atribuye toda la culpa a los jefes de la Fiat —ni a John Elkann, el heredero de Gianni Agnelli nacido en Nueva York, ni a Sergio Marchionne, el consejero delegado italocanadiense enemigo de las corbatas— de su decisión de marcharse. La fusión con la Chrysler consolida al grupo como el séptimo constructor mundial de automóviles, y ante una oportunidad así nadie esperaba que los dueños del dinero dudaran en quebrar una historia que empezó a escribirse en 1899 con el nacimiento de la Fabbrica Italiana Automobili Torino (FIAT) o agradecieran al Estado italiano los cuartos que ha venido gastándose en los últimos años para apuntalar las plantas ruinosas. El problema más grave, por tanto, no es que ahora la Fiat pase a llamarse CAP (Fiat Chrysler Automobiles) ni siquiera que, por el camino, se ahorre un buen puñado de impuestos al estilo de las grandes firmas tecnológicas. Lo más preocupante es que, en vez de representar la pujanza, la innovación, el gusto y hasta el atrevimiento de un país otrora dispuesto a comerse el mundo, haya pasado a ser el símbolo de un entramado industrial en constante liquidación. La mudanza de la Fiat, además de un aguijonazo al orgullo patrio, ha situado a los italianos frente a un espejo que les devuelve una imagen terrible.

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